martes, enero 04, 2005

El Maldito

El maldito entró a su casa después del exilio de seis años. Largo tiempo huyendo, largo tiempo atrapado, aún mas largo tiempo escapando. Abrumante cuanto cambia el hogar en la mente de uno. Como se expande, se achica, se deforma y se endurece, para luego empezar a borrarse en los contornos y ángulos.
El maldito se encontró con su casa exactamente como la había dejado. Pero la hora estaba marcada, los círculos seguían girando. Sin embargo la visión lo reconfortó. Saludó a su casa, y ésta devolvió el saludo. La materia vibraba excitada ante el retorno del amo.
El maldito sonreía, sabía que no podría realizar la transformación en cualquier otro lugar. Su casa era el nexo y su casa era el todo.
La formula estaba corriendo. Ni bien se repuso de la alegría de la vuelta al hogar, las palabras habían comenzado a rodar. Signo tras signo, buscando y acumulando el saber y el poder. La hora estaba pronta.
Dulce suicidio somático, para una fría venganza posterior, si se permite la ironía. Las lenguas de madera arderían en no mucho tiempo. Su esclavitud como esclavo pasaría pronto a un pobre olvido finito, las puertas de la turbulenta eternidad estaban frente a él. Incluso ya podía distinguir el detrás de la realidad, el trasfondo de la existencia, el más allá, justo detrás de donde llega la vista.
Los envenenadores ya estaban cerca, pero el acto ya estaba por la mitad. El brutal desenlace estaba lo suficientemente próximo para ser inevitable, y todo terrible pensamiento animal había sido erradicado de la mente del maldito. Nunca había habido arrepentimiento, ni miedo, ni autocompasión. La entrega era absoluta a las palabras que luego le cederían tanto. La consumación no sería ni principio ni final, sino continuación de un presente ideal, detenido en el segundo divino, en el parpadeo de un dios. Una sonrisa de justicia cósmica.
Los envenenadores estaban del otro lado de la puerta. El maldito los esperaba con la última palabra de la última sentencia en la punta de su lengua. Un instante más.
Los envenenadores entraron. Eran siete, él solo había esperado cuatro como mucho. Un último pensamiento le permitió la satisfacción de descubrir cuan desesperados estaban por verlo morir, al enviarle siete envenenadores.
Los siete entraron como una sola persona. Los trajes negro obsidiana, con sus líneas pintadas en un verde radiactivo, fluorescente. Los cascos con ese único ojo electrónico triangular, y ese ángulo sobre el lugar donde estaría la boca, una parodia de la sonrisa de un fascista. Todos empuñaban el látigo en espiral, el tentáculo venenoso que era más una extensión de aquellos cuerpos que un arma. El verdadero verdugo, enrollado como un ouroboros, listo a saltar como una cobra. Los látigos empezaron a moverse, casi imperceptiblemente. El maldito pronunció la ultima palabra. La transformación se completó.
La casa como parte de lo inanimado, cedió toda su energía en toda su inmensidad física. Su composición que nunca había estado viva murió para ceder su representación a su amo. Todos los átomos del maldito recibieron esta carga, y en un tiempo imposible comenzaron a girar a una velocidad imposible. Las células chillaron de dolor, pero se unieron bajo la voluntad mayor. El maldito nació al fuego, y en fuego se convirtió. El tiempo se quebró y se murió, al convertirse el maldito en escudero de ese segundo matemáticamente divino, que seria usado para la justa venganza. Fuego absoluto, con poder total.
Los envenenadores se dieron cuenta inmediatamente de que algo había cambiado, no solo en la figura frente a ellos sino en el lugar, en el tiempo, en la existencia y la realidad. Lanzaron sus látigos sabiendo en lo mas profundo que no servirían de nada.
El maldito los consumió con una sola mano. Aquí comienza la justa venganza.

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