lunes, septiembre 05, 2011

Mientras Adán no está

Ellas fueron las primeras en llegar, felices, contentas y cantando. Dispuestas a enceder el fuego y comenzar los preparativos. Trabajaron duro, organizando la festividad a venir, el baile de la libertad. Trabajaron mucho, orgullosas, fuertes como se sentían. Cada una como una estrella que hubiese dejado el cielo para iluminar la tierra, bronceandose y reflejando la luz de sus hermanas.
Ellos llegaron más tarde, entre risas y voces agudas, bailando aún sin que todavía hubiese música. Llegaron tomados de la mano, no siempre de a dos, pero siempre felices. Más que estrellas, parecían cometas, corriendo de un lado al otro, estallando de alegría frente al trabajo de las mujeres. Ayudaron con lo que quedaba pendiente, una mano por aquí, una palabra dulce por allá. Estaban impacientes por el comienzo del baile. Querían bailar hasta que la tierra bajo sus pies se transformara en lava. Querían bailar, libres, encendidos, fugaces.
Los niños fueron los últimos en llegar, aun medio dormidos, sin entender mucho el sentido de la celebración, pero atraídos por las canciones y la hogueras encendidas. Ellas y ellos recibieron a los niños, en un abrazo cariñoso y despreocupado. Ellas siempre acariciandoles las cabezas, ellos enseñandoles alguna canción o pase de baile nuevo. Y así se dispusieron a comenzar la festividad.
Bailaron, y cantaron, durante la noche eterna. Bailaron con fortaleza, bailaron con debilidad, bailaron sonriendo, y llorando de alegría. Bailaron entre ellas, bailaron entre ellos, y luego mezclandose, ellos como hermanos queridos e inofensivos, ellas como princesas guerreras. La pasión se desencadenaba sólo cuando un cometa chocaba con otro, o cuando una estrella encendía a la otra.
Era un baile por la libertad, un baile por la victoria, por el fin de la oscuridad. Un baile de pájaros de cristal, que se sabían a salvo en un mundo donde ya nunca más lloverían piedras. Los niños los observaban, maravillados. Los menos tímidos se unían al baile, y provocaban todavía más sonrisas y alegrías.
Y así, en el momento de mayor esplendor, justo cuando la música se permitió una pausa, cuando todas las bailarinas y todos los bailarines tomaron aire para prepararse para la estrofa definitiva, un grito cortó la noche y esparció el silencio a través del baile.
Allí, entre los más alejados del centro de la fiesta, un joven bailarín tenía la cara desfigurada de terror, mientras su brazo temblaba señalando a una figura justo en el límite de la luz de las hogueras.
Todas las cabezas de ellas y de ellos se giraron como una. Todas y todos sintieron como unas manos frías, duras y filosas los sujetaban por la columna, rasgando los huesos y nervios.
Allí, en el borde de la oscuridad, la figura dio un pasó hacia la luz. Desnudo, gigante, con el cuerpo cubierto de pelos y cicatrices, los puños cerrados y los nudillos enrojecidos. Su pelo largo y su barba oscurecían su cara, pero sus ojos brillaban. Su boca estaba escondida en la oscuridad de su rostro, pero desde sus ojos todos pudieron oír la más terrible maldición. La tormenta que se aproximaba. La certeza del horror.
"He vuelto", decían los ojos del hombre.